viernes, mayo 18, 2007

La Revolución que necesita México

De Blogotitlan

La “Reforma del Estado” que se intenta en el Congreso parece destinada a dejar todo como está, salvo para los partidos que negocian una mayor tajada.

México Necesita una Revolución Pacífica

Los políticos lo aceptan, porque de tan evidente ya es chocante, pero ninguno hace algo para cambiar. México está muy mal. Sus famosas “instituciones” están corrompidas, atendiendo nada más sus intereses particulares, ignorando al cuerpo social, a la ciudadanía, al origen mismo de la nación y su soberanía.

Ya ninguna “institución” es confiable, pues todas, sin excepción, han mostrado su corrupción. Lo mismo las que mediante una avalancha de spots reclaman limpidez en la vida social y que se llame por su nombre al ladrón, al corrupto, al sinvergüenza —mirando nada más a sus adversarios, pero sin verse ellas mismas—, como las que se llaman “garantes de la justicia” y que la retuercen grosera e impúdicamente para favorecer las ilegalidades y atropellos, o las que se dicen representantes de la divinidad en la tierra, a la que ven como un simple feudo que Dios les da lleno de vasallos tributarios a sus excesos.

Ya ni el Ejército, al que encuestas pagadas dan como institución todavía “confiable”, tiene en los hechos diarios, reales, la confianza ciudadana, vista la forma prepotente y atrabiliaria en que se comportan sus huestes y el encubrimiento que le dan sus mandos. Igual que con las policías, la gente ve un uniformado y corre en sentido contrario. Aunque los comerciales de televisión quieran “vender” la idea de que son blancas palomas, cuidando a los ciudadanos. Cuidan a sus jefes contra los ciudadanos, eso sí.

Vamos, en el México de hoy no se salva ni la Cruz Roja, benemérita institución internacional reconocida por su ayuda desprendida y ajena a cualquier interés, pues en México ha sido botín de arribistas que diciéndose sus “directivos”, rematan sus bienes cedidos por verdaderos filántropos y que ahora sirven para engrosar —a precio de remate, al cabo que no es institución lucrativa— los activos inmobiliarios de tiburones de la salud y las comunicaciones, a quienes gobiernos corruptos regalan periódicos y créditos y negocios sin límite. No en balde en la Cruz Roja se pelean por dirigir sus patronatos —nacional y estatales— los cachorros de la nueva casta “gobernante”, no para aportar donativos en numerario o especie, o contribuir sinceramente a paliar el dolor ajeno, sino para sacar buenos dividendos económicos al tiempo que presumen con el prestigio internacional de la Cruz Roja. Ellos y sus padres —y madres— han corrompido el altruismo y lo han hecho alternativa de evasión fiscal y desmesura de ganancias.

En este panorama de tanta descomposición “institucional”, cada día aumentada con evidencias de corrupción de todo calibre, ya no son confiables las instituciones en que supuestamente debería fincarse la solidez nacional.

México necesita, pero ya, una Revolución Pacífica.

Que arroje del poder a quienes hoy se sienten sus dueños por mandato divino, convencidos por los representantes de Dios en la Tierra. Una revolución que cambie todo y eche afuera toda la podredumbre que llegó con la casta de señores feudales preparados en el extranjero, quienes ven al mexicano educado en la UNAM o sin educación, como habitantes de un submundo entregado a su depredación y quienes sólo deben “callar y obedecer”. Una revolución que no haga cambios para seguir igual. Una verdadera revolución de conciencias, que estremezca hasta su entraña a todo el ser nacional. Que rescate de nuevo el orgullo de ser mexicano, de ser latinoamericano, de ser universal.

Pero… ¿por dónde empezar? Ahí está el dilema. ¿Se despide primero al actual presidente usurpador y su pléyade de represores, corruptos e ineptos… o desaparece primero la “suprema instancia judicial”, con todo su oneroso e inservible aparato burocrático… o tal vez los “representantes populares” que a cada rato agreden al pueblo que dicen representar, con malas “leyes”, lesivas y absurdas, mal preparadas y peor pensadas?

Como en el caso de la Revolución Francesa, hay que ir a la cabeza, a la que se subordinan los demás órganos, nervios y músculos del cuerpo social. No se trata, como en el caso emblemático francés, de guillotinar a nadie (Felipe Calderón, con todos sus defectos, es esposo y padre de familia y por lo menos tiene un par de niños que gravitan a su alrededor y esos ciudadanitos merecen todo el respeto social), ni de exiliar a nadie (a menos que se sientan más a gusto en Belfast o Miami). Pero sí se debe despedir a los que han demostrado incompetencia, desconocimiento, ineptitud, desviación de su misión, o servilismo interesado contra la voluntad del pueblo.

Se trata de recomponer lo que merece compostura y desaparecer para siempre lo que no tiene remedio. Recuperar para el ciudadano de México, el papel preponderante que tienen sus pares en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia, Venezuela… Como en la Roma antigua, el ciudadano era el eje de toda la vida nacional.

Hay que quitarle a la Constitución su calidad de teoría, para hacerla práctica diaria de todas, absolutamente todas las llamadas “instituciones”, haciendo de la Carta Magna de 1917, inclusive la de Apatzingán, la única y verdadera referencia del comportamiento gubernativo, quitando al Presidente de la República todas las facultades expresas e inventadas que lo hacen dios terreno, para darle el papel que le corresponde de Mandatario del país, al que debe devoción y empeño para hacerlo próspero y mejor mediante la prosperidad y bienestar de sus ciudadanos. Sería mucho pedir que se le considere, como a don José María Morelos y Pavón, un “Siervo de la Nación”. Perdida su calidad solar, el Presidente dejaría de someter a los otros poderes —aunque fuera indirectamente, por vía de sus dirigentes partidistas o sus personeros— y habría un mejor equilibrio, trabajando todos para los ciudadanos y no para sus cómplices.

Puede haber muchas ideas y propuestas, entre las que una irá cobrando fuerza general, porque “la voz del pueblo es la voz de Dios”. Ésa será la buena. La que el pueblo decida. No la que los coordinadores políticos de los partidos y partiditos “representados” en el Congreso tomen como mejor para ellos y los intereses a los que sirven. Esa está llamada a quedarse coja, bastante tullida, si no es que a fracasar de plano.

Pero de que se necesita una revolución en México, se necesita y de forma urgente.

Todavía es tiempo de hacerla pacífica, antes de que la pasión y el hartazgo desborde la sensatez e imponga la violencia.

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