jueves, mayo 24, 2007

Militarización

Octavio Rodríguez Araujo

El Ejército Mexicano ha gozado de privilegios y de fueros especiales. Es, por decirlo así, intocable. Con Felipe Calderón ha aumentado su participación en asuntos incluso correspondientes a la policía preventiva, como lo demuestran los retenes militares que se han instalado en varios puntos del país. En estos retenes, con el argumento de la Ley de Armas de Fuego y Explosivos, los soldados detienen vehículos en las calles y carreteras, revisan al mínimo detalle su interior y sus pasajeros no se salvan de examen.

La ley mencionada se refiere a las armas y explosivos que pueden usar los ciudadanos y bajo qué condiciones. También indica lo que está prohibido en esta materia. Pero no dice que, en su aplicación, los militares puedan violar, impunemente, el artículo 16 de la Constitución vigente que, a la letra, dice: Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal de procedimiento (cursivas mías).

En los retenes militares se para, aleatoriamente, a los automovilistas, con el pretexto de que están buscando armas y explosivos. Esto es anticonstitucional. El Ejército está violando la Constitución, y esto no debe permitirse. Vaya, ni siquiera juega el papel de coadyuvante de la autoridad civil, que está ausente de estos operativos. Y, dicho sea de paso, la autoridad civil (la policía) también comete con frecuencia este atropello a la Constitución y a los ciudadanos, y cuando alguien reclama sus derechos recibe amenazas, malos tratos y mayor dilación en las revisiones. La impotencia ciudadana contra la prepotencia militar y policiaca, como si el país estuviera en Estado de sitio.

¿Por qué ocurre esto? Porque pueden hacerlo y nadie los llama a cuentas y, para colmo, porque hay ciudadanos que aplauden las medidas anticonstitucionales porque tienen miedo y piensan, ilusamente, que los policías y los militares son ángeles con uniforme. Estos ciudadanos, principalmente de clase media para arriba, están dispuestos a perder sus garantías individuales consagradas en el Capítulo I de la Constitución con tal de sentirse seguros, según ellos.

Hay un fenómeno curioso y perverso en esto de la seguridad y la vigilancia. En las unidades habitacionales con vigilancia, se revisa a la gente de apariencia humilde que llega a pie, no a quienes llegan en automóvil, y menos si éste es de lujo. En los retenes policiacos se detiene a los vehículos viejos y en malas condiciones, no a los de lujo, aunque no porten placas de circulación. Lo he visto, no me lo han contado. Hay, pues, discriminación, además de que el supuesto, nunca confesado, es que los pobres son, por definición y mientras no demuestren lo contrario, delincuentes, reales o potenciales. Esto es aberrante, pero así ocurre y miles de personas podrían confirmarlo.

Un caso reciente, además del de Oaxaca, y que, como éste, también tuvo repercusiones incluso internacionales, fue el de la muerte de Ernestina Ascensión Rosario, de 73 años, en el municipio Soledad Atzompa en Veracruz. Al margen de un sinnúmero de contradicciones en las notas periodísticas del caso, basadas en inconsistencias de los testigos, que originalmente fueron unos y luego otros más, el hecho es que los testimonios apuntaban, como sospechosos de la agresión a la anciana, a soldados del destacamento militar en la zona. No hay pruebas fehacientes y sólidas de nada, por lo menos que consten en la prensa, pero sí hay una dinámica perversa que puede provocar indignación hasta en un niño mayor de 12 años.

En un principio las autoridades veracruzanas, desde el Ministerio Público de pueblo hasta el gobernador, pasando por la Procuraduría General de Justicia estatal, coincidieron en que la mujer había sido probablemente violada y que había muerto de causas no naturales (el gobernador habló de un crimen que no quedaría impune). Luego la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en el papel de policía ministerial, que no le corresponde, dictaminó que no había sido así. Calderón dijo más o menos lo mismo, y finalmente las autoridades de Veracruz confirmaron que no había delito que perseguir y se repartieron premios quizá hasta en la familia de la occisa. Todo este lío, para evitar una investigación seria, científica y responsable, por un lado, y por otro para salvar la imagen del Ejército Mexicano empañada por la posible culpabilidad de unos soldados. A éstos no se les puede tocar -pareció insinuar Calderón, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas- ni con el pétalo de una rosa. Mientras tanto, en la guerra personal de Calderón y sus hombres de verde contra el narcotráfico, muere gente incluso inocente casi todos los días. Esto sí es inseguridad, lo demás es, comparativamente, un cuento para niños.

Lo grave, según veo, es que se está militarizando el país, se le está dando demasiado poder al Ejército y no sólo los privilegios (que han aumentado) y los fueros especiales de los que ha gozado desde hace décadas. ¿Dónde quedó la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos?

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