jueves, septiembre 20, 2007

EPR: pertinencia del diálogo

Editorial

Ayer, el presidente de la Comisión de Seguridad Pública del Senado de la República, Ulises Ramírez, informó sobre la propuesta –elaborada de manera conjunta con el senador perredista René Arce– de crear una comisión especial para entablar negociaciones con el Ejército Popular Revolucionario (EPR). La intención, según el senador panista, es examinar, “desde el punto de vista legislativo”, las demandas de esa organización político-militar.

La reciente ola de ataques en contra de instalaciones de Petróleos Mexicanos (Pemex) ha hecho que el EPR adquiera presencia política y lo ha colocado en el foco del interés público. En las circunstancias actuales, el país y las autoridades no pueden soslayar más –como lo habían venido haciendo– la existencia de una organización que reclama la violencia como método de lucha política, y las segundas no deben eludir su responsabilidad de dar solución a esta circunstancia sin duda anómala e indeseable. Para ello, tendrían que empezar por entender y definir a la organización armada en tanto que fenómeno sociopolítico.

En ese sentido, resulta exasperante que el grupo gobernante exhiba confusión e ignorancia respecto de lo que representa esa organización político-militar, como ocurre con el titular de la Procuraduría General de la República, Eduardo Medina Mora. El pasado 13 de septiembre, ese funcionario negó que los presuntos integrantes eperristas se encuentren en poder de alguna autoridad estatal o federal, y dijo que posiblemente “hayan sido detenidos por personas de grupos similares” o del propio EPR. Al mismo tiempo, se refirió a la organización armada como un “grupo relativamente pequeño” que “distrae el esfuerzo del gobierno de la República y los de los estados” en materia de combate al crimen organizado, y calificó sus acciones como “actos de terrorismo y no de reivindicación política”. En el mismo sentido, el procurador insinuó ayer la existencia de un vínculo entre la organización guerrillera y el narcotráfico, si bien acotó que el gobierno no tenía evidencia alguna de esa relación.

Ante estas interpretaciones erráticas, debe recordarse que las acciones más recientes del grupo armado están motivadas por la desaparición de dos de sus integrantes, Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, capturados y retenidos ilegalmente, a decir de la organización armada, por efectivos gubernamentales. De ser ciertas, tales acusaciones darían cuenta de la existencia de uno o varios estamentos del poder público –sean de tipo civil o militar, estatal o federal, o bien una confluencia de todos ellos en las cloacas de la política– que estaría recurriendo a prácticas propias de la guerra sucia y protagonizando un episodio de gravísima violación a las garantías individuales: la desaparición forzada.

La destrucción violenta de bienes propiedad de la nación es un método inadmisible y condenable de lucha política y de reacción ante injusticias, no sólo porque es ilegal sino porque otorga a las corrientes más autoritarias y represivas del grupo gobernante pretextos y coartadas para desencadenar estrategias de contrainsurgencia que, como lo enseña la historia, desembocan en guerra sucia, la cual no se libra principalmente contra los grupos armados sino contra las oposiciones políticas y sociales pacíficas y democráticas, y luego contra la población en general, como ocurrió en el Cono Sur y en Centroamérica en décadas pasadas. Un desvarío represivo semejante en nuestro país destruiría de manera inexorable lo que queda del marco democrático y de la convivencia pacífica.

Por otra parte, no puede desconocerse que el accionar del EPR tiene como telón de fondo a un país sumido en una desigualdad y una miseria inaceptables; 19 millones de mexicanos padecen la llamada “pobreza alimentaria” –que es un eufemismo para decir que pasan hambre– y la mitad de la población no cuenta con los recursos suficientes para cubrir sus necesidades básicas de vestido, vivienda, salud y educación, mientras que una minoría vive en una opulencia insultante; el sistema de cacicazgos en el país está intacto, como lo prueba la persistencia de liderazgos estatales y sindicales antidemocráticos o charros, y en la administración pública perdura la inveterada conjunción de corrupción e impunidad; el régimen no muestra el menor interés –ya ni siquiera en el discurso– por la vigencia de los derechos humanos y, al contrario, tolera los abusos, excesos y atropellos cometidos por servidores públicos y los premia con la impunidad; por si fuera poco, la credibilidad de la institucionalidad democrática fue severamente dañada desde el poder mismo –la Presidencia de la República, los organismos electorales– en el curso del proceso comicial del año pasado. En este contexto, el EPR dispone de un sobrado combustible de indignación social, política y económica para proseguir sus acciones.

A lo que puede verse, el actual gobierno está paralizado por un fardo de compromisos y facturas a pagar, hasta el punto de no poder siquiera conceptualizar al EPR. Con o sin comprensión del fenómeno, e independientemente de los amarres a los que esté sujeto, puede y debe, en cambio, hacer acopio de voluntad política y esclarecer a fondo y de manera contundente el paradero de los dos integrantes eperristas e identificar y sancionar a los responsables de su desaparición. Por su parte, el Legislativo puede despejar el camino del entendimiento y, sin otorgar reconocimiento a los métodos ilegítimos de lucha empleados por el EPR, incorporar a la agenda política las reivindicaciones justificadas y válidas de ese grupo, empezando por el respeto a los derechos humanos básicos de dos de sus militantes. Por ello, la propuesta de los senadores Ramírez y Arce no sólo es plausible, sino también necesaria.

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