jueves, octubre 11, 2007

¿Qué independencia?

Adolfo Sánchez Rebolledo

Ahora que la jerarquía vuelve a tomar el tema de la libertad religiosa como asunto inscrito en el orden del día, vale la pena reflexionar sobre otra iniciativa que, con la excusa del Bicentenario de la Independencia, han planteado diputados, incluyendo a varios de la izquierda. Ellos piden al Vaticano la anulación del edicto de excomunión dictado en contra de Miguel Hidalgo y del resto de los insurgentes que se sumaron a su causa, ejemplo deslumbrador de la intolerancia peculiar del Santo Oficio en la defensa del orden colonial. De acuerdo con la información brindada por este diario, los diputados presentarán un punto de acuerdo para solicitar a las secretarías de Relaciones Exteriores y de Gobernación gestionar ante el Vaticano el levantamiento de la sentencia contra el Padre de la Patria, José María Morelos y Pavón y José María Cos, toda vez que la persistencia de tales condenas equivaldría al “desconocimiento de facto” de México como nación, pues la condena eclesial también se extiende al Congreso Constituyente de Apatzingán, fuente originaria de nuestra constitucionalidad.

No sé si antes se había propuesto algo semejante, pero es seguro que la derecha mexicana no lo ha intentado; tampoco el Vaticano, que hoy exige absoluta “libertad religiosa”, ha renegado de las siguientes palabras: “¡Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, ex cura del pueblo de Dolores! Le condenamos y anatemizamos desde las puertas del Santo Dios Todopoderoso, le separamos para que sea atormentado, despojado y entregado a Satán y a Abirón (...) Sea maldito en vida y muerte. Sea maldito en todas las facultades de su cuerpo. Sea maldito comiendo y bebiendo, hambriento, sediento, ayunando, durmiendo, sentado, parado, trabajando o descansando. Sea maldito interior y exteriormente. Sea maldito en su pelo. Sea maldito en su cerebro y en sus vértebras, en sus sienes, en sus mejillas, en sus mandíbulas, en su nariz, en sus dientes, en sus muelas, en sus hombros, en su boca, en su pecho, en su corazón, en sus manos y en sus dedos”, y un minucioso etcétera.

Dejo a historiadores y juristas la obligada tarea de justipreciar los argumentos esgrimidos por los diputados, pero algo sí nos concierne a todos como ciudadanos y no sólo a los católicos: la perdurabilidad del acto de excomunión no afecta en lo mínimo la significación profunda de estos iniciadores de una rebelión justa, así recibieran derrotas militares, castigos y humillaciones por parte del Santo Oficio o, peor, la falsificación de sus ideales para asentar en el poder a una coalición neocolonial encabezada por Iturbide y el golpeteo del revisionismo histórico.

La pretensión de convertir la figura histórica de Hidalgo en caricatura inocua e intrascendente, luego de siglos de injurias y descalificaciones de la reacción, equivale a una suerte de excomunión peor que la dictada por la jerarquía de su tiempo. Sería muy poco satisfactorio dedicar energías y recursos sólo a “recordar” la gesta de los insurgentes, es decir, a fortalecer la memoria en torno a hechos de la historia que la modernización mercantil (y la crisis de la educación) prefiere olvidar si no puede convertirlos en simples mercancías culturales o en “contenidos” de las cadenas del entretenimiento. Resulta patético observar las encuestas a pie de banqueta donde se pide citar, por ejemplo, el nombre de tres insurgentes destacados o ubicar cronológicamente a Hidalgo, Morelos o Pancho Villa y Porfirio Díaz, y que muchos de los entrevistados fallen miserablemente, pues son pocos los que “atinan”. Tales resultados, advertidos desde años atrás por serios investigadores (como Segovia, Guevara) debían servir como una llamada de alerta ante el fracaso de la enseñanza de la historia poniendo el énfasis en la ejemplaridad de las vidas de los “héroes” y la ideologización artificiosa que ha menudo acaba por despojarlas de actualidad, las acartona o enmudece.

Si la celebración del Bicentenario puede ser algo más que una feria de trivialidades “patrióticas” o la adopción del gigantismo arquitectónico como única vía de los gobernantes a la trascendencia, entonces se debe volver a lo esencial: propiciar una lectura actual, plenamente contemporánea de la Independencia como episodio decisivo y fundador del México que somos, pues como ha dicho con exactitud Luis Villoro “seguimos viviendo bajo el signo de Hidalgo y Morelos”.

La cuestión que en ocasión del Bicentenario deberíamos plantearnos es intentar definir qué significa hoy para México y los mexicanos la independencia y el principio de soberanía popular que la sustenta. En un mundo globalizado o, si se prefiere, cuando la integración –económica, al menos– a la poderosa potencia del norte ha dejado de ser hipótesis, resulta indispensable saber hacia dónde vamos y si es posible hablar de independencia sin vaciar de contenido el concepto. ¿O debemos conformarnos con una visión epidérmica, semifolclórica, que si bien renuncia al viejo nacionalismo lo intercambia por el patrioterismo ocasional, por el regodeo en el alma típica reinventada por los medios, a conveniencia de la derecha, pero sin tocar ninguno de los grandes problemas no resueltos de nuestra historia como es la extremada desigualdad? No olvidemos que, guste o no, México tiene en los millones de mexicanos en Estados Unidos una responsabilidad que no se detiene en la defensa de sus derechos, que también subsiste respecto de sus vecinos del sur, de cuyos intereses y preocupaciones nos hemos despreocupado pensando que el trato preferencial de la potencia nos ahorraría otros esfuerzos unitarios, otras búsquedas. Vivamos, pues, bajo el signo de Hidalgo y Morelos no nada más por necesidad de una historia no resuelta, sino como acto de aspiración de futuro.

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