miércoles, enero 16, 2008


La ausencia de política social

En lo que constituye la segunda renuncia dentro del gabinete de Felipe Calderón Hinojosa, tras la salida de Germán Martínez de la Secretaría de la Función Pública para asumir la presidencia del Partido Acción Nacional, Beatriz Zavala Peniche dimitió el lunes a su cargo como titular de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedeso), para formar parte del nuevo Comité Ejecutivo Nacional del partido gobernante. Su relevo, Ernesto Cordero, quien hasta ayer se desempeñaba como subsecretario de Egresos de Hacienda y Crédito Público y carece de experiencia en el sector social, ofreció dar continuidad a las políticas emprendidas por Zavala, “afianzar sus logros”, y privilegiar “las acciones que procuren el bienestar de los más necesitados”.
El relevo al frente de la Sedeso hace pertinente recordar la ausencia de una política social definida en el gobierno federal, no sólo en lo que va de la administración presente, sino por lo menos durante los tres sexenios anteriores: Carlos Salinas de Gortari destinó el presupuesto social a la creación del extinto Programa Nacional de Solidaridad, Pronasol, utilizado con fines propagandísticos, electorales y de control corporativo; en el sexenio de Ernesto Zedillo se empleó gran parte de los recursos públicos en subsidiar y rescatar los negocios privados de unos cuantos, y en el foxismo se dio una combinación de ambas actitudes: se subsidió ampliamente al sector empresarial y se utilizó a la Sedeso y sus programas como plataforma político-electoral del partido en el poder.
A la fecha, se sabe que en México prevalece una deuda social acumulada, enorme y peligrosa, que crece de manera sostenida por la persistencia gubernamental en la aplicación de políticas neoliberales que perjudican a amplios sectores de la población, pero no se sabe con precisión cuán grande es, debido a la ausencia de mediciones confiables. Durante el sexenio pasado, el gobierno federal, carente de voluntad política para combatir la pobreza en el país, se dedicó a borrarla de las cifras oficiales mediante la redefinición de los criterios hasta entonces empleados para elaborar las estadísticas, y logró con ello disfrazar una realidad lacerante. El descenso en los indicadores de pobreza, tan anunciado por el gobierno foxista, no se debió a la efectividad de los programas gubernamentales para combatirla, sino al empleo de criterios unidimensionales y reduccionistas para medir un fenómeno multidimensional en el que convergen diversos factores. Es decir, no es que en México haya menos pobres, sino que a buena parte de ellos se les ha dejado fuera del conteo.
A ello ha de agregarse el malestar político que recorre el país, originado en el desaseo del proceso electoral de 2006, que ha derivado en el agravamiento de la crisis de credibilidad que padece el conjunto de la institucionalidad y en una presidencia impugnada y débil por el déficit de legitimidad que arrastra de origen. Por si fuera poco, el descontento de la población ha venido incrementándose en meses recientes, ante la evidente ausencia de políticas orientadas a la reactivación de la economía, a la creación de empleos de calidad y a frenar una carestía que, a contrapelo del discurso oficial, sigue en ascenso y lastima la economía de la mayoría de la población.
Ante este panorama resulta insoslayable la urgencia de formular una política de combate a los exasperantes rezagos sociales que vaya más allá del cumplimiento meramente discursivo y propagandístico, y del retoque coyuntural al retrato de un país imaginario.

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