viernes, junio 27, 2008

Ciudades acosadas

VICTOR OROZCO

Dices:
Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza
hallaré…
No hallarás otra tierra, ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre…

Konstantin Kavafis

¿Cuánta violencia se necesita para provocar el colapso de una ciudad? ¿Y el de un sistema político?. ¿Qué grado de inseguridad debe percibir la gente para inclinarse por un gobierno dictatorial?. Hasta hace unos pocos años los mexicanos no podíamos suponer que fuera pertinente formularse estas preguntas, porque no habíamos enfrentado una situación de violencia como la actual, derivada de la ola de crímenes y que ha rebasado todas las expectativas. No sólo eso, sino que parece irrefrenable y es desde luego angustiante,
tal y como se revela en las palabras de Caleb Ordóñez, un joven valiente quien invita a una marcha por la paz en su ciudad: “Chihuahua hoy es presa de la inseguridad, en medio de una guerra despiadada arriesgamos todos los días la vida, vivimos con miedo, presos de la constante amenaza de narcomantas, ejecuciones y otras formas de provocar psicosis en la sociedad. Aquí estamos todos, escondidos, desesperados, sin confiar en nadie, sin querer comentar nada, callados, relegados, con el pavor constante de no regresar a casa. Chihuahua ya no es nuestro”

En cualquiera de las ciudades acosadas por la violencia –sobre todo de los estados norteños- ha poco tiempo hubiera sido motivo de escándalo uno solo de los muchos asesinatos que se cometen ahora cotidianamente. Lo mismo, habría sido inconcebible que los policías fuesen obligados a desertar ante la creciente suma de sus muertos. Hoy, la demanda elemental y lógica de encontrar y sancionar a los criminales ya ni siquiera se plantea, es casi un absurdo, vistas las más de cuatro mil ejecuciones atribuidas al crimen organizado desde que comenzó la actual administración federal, casi todas impunes.
En Juárez, Culiacán, Tijuana, Nuevo Laredo para señalar a las urbes que mayor agobio han sufrido, está sucediendo lo que pasa durante las guerras cuando éstas se acercan o llegan a sus lares: los habitantes pierden por una parte su capacidad de asombro ante las muertes, al tiempo que son ganados por el temor. Y con ello, también crece la añoranza por los tiempos de paz, valor social este último por el que la colectividad ha estado siempre dispuesta a pagar cualquier precio, hasta el sacrificio de la libertad.
El mundo ha conocido innumerables casos de regímenes que han sucumbido ante una violencia provocada y calculadoramente desatada por organizaciones políticas armadas. Ejemplos notorios fueron las escuadras y los guardias de asalto de fascistas y nazis que se especializaron en provocar el pánico entre la ciudadanía, para obligarla a inclinarse por un sistema totalitario.
La situación que enfrentamos en México es sin embargo diferente. No existe, al menos visible, ningún proyecto político atrás de la violencia. Esta viene de los afanes de lucro y enriquecimiento fácil por el tráfico de estupefacientes. Eso es lo que suponemos en medio de la falta de información. Pero los efectos podrían ser similares a los buscados por los pandilleros de Hitler y Mussolini: provocar un rango de nerviosismo y espanto tales que entre la población cunda la idea de una “solución salvadora”, venida de una autoridad con poderes omnímodos, capaz de imponer el “orden” así sea pasando por encima de los derechos humanos y aplastando todo vestigio de democracia.
A muy pocos se les ocurre que un sistema de este corte acabaría por sobrepasar también todos los límites que impiden a los jefes del crimen tomar el poder político. Entre las opiniones de muchos de los vecinos de estas ciudades abrumadas por la violencia, es raro que alguna repare en el hecho de que los dictadores van siempre de la mano con la corrupción extrema, los enriquecimientos ilícitos y la violencia que ambos traen aparejada.
Otros confían en la asistencia norteamericana para combatir el narcotráfico y acabar con la violencia que engendra. En el otro lado se dice, tienen policías científicas y eficaces. Basta que entrenen a los nuestros y que adoptemos sus técnicas. Hay por lo menos dos hechos que contradicen esta ingenua confianza en el apoyo del gobierno estadounidense. El primero, que las redes más poderosas de narcotraficantes están en su propio territorio, pues de otra manera es inexplicable que se pueda surtir de droga a los consumidores habituales en ciudades tan distantes como Nueva York, Chicago y Los Angeles a donde van a parar la heroína, la coca o la mariguana que pasan la frontera. La segunda mala noticia es que el gobierno de Colombia tiene una larguísima experiencia no sólo en recibir asesoría norteamericana, sino en someterse incondicionalmente a los dictados de Washington en todos los órdenes. Sin embargo el país de García Márquez, todavía sigue conservando el primer lugar latinoamericano de violencia ligada al narcotráfico, aunque ya muy cerca seguido por México.
Así que, nuestras sufridas ciudades no podrán encontrar remedios prontos ni fáciles a sus tormentos. A los comunes de los mortales, no nos queda otra que observar, reflexionar y exigir la construcción de políticas públicas que ataquen la miseria y la marginación, fuentes de donde brotan todas las otras calamidades sociales. Habitantes y amantes de estas ciudades, las llevamos siempre a donde vayamos, como dice el poema que sirve de epígrafe, pero no sólo viene con nosotros su presente, sino también su pasado, sus glorias y sus miserias, sus imágenes y sus gentes. Una de aquellas estampas fue recogida por un viajero visitante del antiguo Paso del Norte poco antes de la guerra con Estados Unidos, quien observó: “Las mujeres también son más respetadas aquí que en otros pueblos, … porque la moralidad es mejor y más general… en lo criminal no tienen que ocuparse mucho los juzgados …y la mayor parte de las quejas consisten en desavenencias de los casados y otros motivos familiares, pocas veces por riña y más raras por embriaguez, que solamente se nota en el tiempo de la cosecha” Quien sabe que tan cercana estaría esta visión idílica de la realidad, pero no es inútil recordarla en estos malos tiempos.

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