viernes, julio 11, 2008

Cadáveres insepultos

Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo

Sucedieron estos días dos aniversarios indisolublemente vinculados en el escenario reciente del país: el dos y el seis de julio. Uno fresco de apenas dos años y otro a mitad enterrado, de hace dos décadas. Los comentarios fueron pobres y generalmente sesgados hacia la demostración de que el 88 fue el preludio de un proceso democratizador culminado en el 2006 con elecciones fidedignas.
Las declaraciones de actores varios no rebasan la anécdota personal o de grupo, como arbustos que disfrazan el bosque de la historia. Los protagonistas principales (Cárdenas y Salinas) difieren obviamente sobre el resultado de los comicios, pero coinciden en la utilidad que tuvieron los encuentros secretos que entonces sostuvieron.

Quien fuera candidato del FDN afirma que éstos representaron el inicio de un cambio conducente a que “hoy el voto se respeta y tenemos elecciones de otra calidad respecto a las del 88”. Exaltaría así los frutos de un sacrificio que sus electores no le demandaron, tanto como los resultados de arduas negociaciones que nunca impulsó y de las que repetidamente se sirvió.
En último análisis, estaría cohonestando la violación del sufragio en el 2006. Posición semejante a la del respetable Luis H. Alvarez, quien ve como retoño de aquellas jornadas a un “joven de pelo rizado que andaba en los mítines”, de nombre Felipe Calderón; de quien sostiene que “mamó de raíz las tesis democráticas”, aunque no explique cómo llegó a vomitarlas. ¡Oh, excesos de la retórica partidaria y de las coincidencias tardías!
Algún apologista del 88 asegura que “fue un árbol que creció a merced del viento” pero soslaya los frutos podridos que generó el apartamiento del vendaval popular. Avala la sumisión concertada que condujo al despeñadero nacional y condena a quienes, dieciocho años después, mantenemos la ilegitimidad irrevocable de ambas elecciones y creemos que la impunidad es la negación misma de la democracia.
En el marco de los rascones de egos embotados, quienes pensamos que la memoria es asunto de salud pública no somos sino “intrigantes contra el pasado”. Ignoran a Edmundo O Gorman: la historiografía no se inventó para regañar a los muertos –ni a los vivos- sino para entender sus actos y evaluar las consecuencias que tuvieron sobre la vida social”.
En este páramo intelectual sobresale el libro recién dado a luz por José Antonio Crespo, “2006. Hablan las actas”. Se trata de una pesquisa rigurosa de las últimas elecciones mediante el seguimiento de una pista: el enorme número de inconsistencias aritméticas registradas en las actas de escrutinio y cómputo. La recuperación de esos datos arroja una verdad distinta a la “jurídica” que desembocó en la instalación del Ejecutivo.
Según las propias conclusiones del Tribunal, el IFE debió abrir los paquetes del 64% de las casillas. Sin embargo, entre ambos organismos sólo revisaron el 12% -menos de una quinta parte. Sin contar con la actuación “frívola y cómplice” de la Fiscalía Especial, que dejó sin vigencia el capítulo de delitos electorales, cometidos abrumadoramente por el gobierno.
Sostiene el autor que las decisiones del IFE “terminaron privilegiando la estrategia del PAN, con lo que puso en entredicho su imparcialidad”. Añade que el Tribunal “hizo un trabajo poco exhaustivo, desaseado, improvisado y pleno de sospechas, contradicciones y cambios de criterio”. Concluye que “se obsequió una victoria a Calderón como lo hizo la Suprema Corte norteamericana con Bush en el 2000”.
La autoridad falló en su deber constitucional de otorgar a los ciudadanos “certeza” sobre el resultado electoral. Ello explica que -en contra de los justificadores de la defección del 88- casi dos tercios de la población no crean hoy que en México gocemos de elecciones auténticas. También “la falta de consenso, la merma de legitimidad y la polarización política derivadas de los comicios del 2006”.
A pesar de ello, las reformas adoptadas son “notoriamente insuficientes”, más por designio político que por incompetencia. Parecemos estar condenados a que los agravios de nuestra historia “resurjan una y otra vez, como cadáveres insepultos”. Archivarlos para siempre es el propósito del esclarecimiento del pasado.

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