jueves, septiembre 11, 2008

Del desencanto a la rabia Sabina Berman


Durante algunos minutos, en la marcha contra la violencia, caminando holgadamente en Avenida Reforma entre miles de marchistas vestidos de blanco, se le olvida a una el motivo terrible del paseo, tan grata es la gente que se sonríe una a la otra, la gente que por hoy acepta ser sólo gente, parte de un nosotros en acuerdo, en concordia.
Apenas y se alzan las voces y sólo en dos estribillos, que suenan un minuto o dos, y vuelven a callar para que suenen los pasos. "México -quiere paz. México -quiere paz". "México -seguro. México -seguro". "Se suponía que la marcha es en silencio", comenta alguien, "por eso la gente no alza las voces". Tal vez, pero también porque no hay entusiasmo, o indignación, lo que hay es hastío, y lo dicho, una cierta alegría pausada de estar de acuerdo, de pertenecer.
"¿Se asomará alguna autoridad pública?" "Dicen que Ebrard va a asomarse al balcón de su oficina en el Zócalo". "Dicen que Calderón saldrá a su balcón en Palacio". "Más les vale que no salgan, se llevarían una rechifla". De pronto en la lateral de Reforma aparece montado en una motocicleta un señor flaco y canoso y la gente grita: "¡Fuera, fuera!" "¿Quién era?" "El secretario de Seguridad del DF".
"Invéntate otra porra, ¿no, comadre?, tú que haces jingles para la tele, vamos a ponerle variedad a esta marcha". "A ver, dame chance de pensar... A ver, qué tal: Si no pueden, que renuncien. ¿Si no pueden?, ¡que renuncien! ¿Y si no pueden?, ¡que renuncien!" El jingle pega rápido y se esparce por la multitud durante dos minutos, y se acalla.
"Es que esta gente no sabe protestar. Son la gente bien. Los pirruris". En efecto, son la clase media. Al ojo simple no veo en tres horas algún proletario. Veo una familia indígena, no más. Ningún campesino y ningún punketo o rockanrolero. Son la clase media y la clase definitivamente alta. Mestizos y blancos, bien comidos, bien peinados y planchados. Es el triunfo de la ropa de Zara y los impermeables Burberry, sobresaliendo el último modelo cortado al muslo.
A los muy ricos se les distingue no tanto por la ropa, después de todo acá cada cual ha pepenado sus prendas blancas del clóset, sin demasiado estilo, sino por el porte de dueños, con las barbillas levantadas; las cincuentonas delgadas, talla 6, los señores con el pelo retocado para ser blanco platino; y claro, por el tono de los saludos. "Ay, Marisol, qué gusto, ¿cómo están?" "Ya ves, Pepita, aquí protestando, con toda la familia". Dicho con un dejo de orgullo: también nosotros somos gente. Sociedad civil. Hoy ser masa es un punto de aristocracia: somos los inocentes, los honestos, los que estamos hasta el queque de ellos. Ellos: los criminales y los políticos corruptos e ineficaces: ellos. "Ay, estamos rete enojados", le dice Pepita a Marisol, pero suena bastante complacida.
"Bueno, para que te secuestren a un familiar necesitas tener dinero", explica un industrial de pelo blanco la ausencia de los morenos. Mentira. Hoy en México en el Ajusco secuestran al hijo de la señora del puesto de las quesadillas y le piden tres mil pesos. Hoy en México secuestran computadoras: te llaman por teléfono y te dicen: "Hemos introducido un virus en tu laptop, deposita mil doscientos pesos en el banco o te tronamos tu disco duro". Cuenta una cultora de belleza: "Ayer en Tlalpan secuestraron al perro de una clienta por mil pesos". Pero de esos, de los que ganan por debajo de los doce mil pesos mensuales, casi no vinieron.
La gente bien no grita en la calle. Es mala educación. También es falta de costumbre. La gente bien no tiene que alzar la voz para hacer cumplir su voluntad, nada más le dicen al subalterno, al escolta o a la servidumbre.
Camina la señora Wallace, cuyo hijo Hugo fue secuestrado hace tres años y no aparece, ni vivo ni muerto; camina la señora Wallace, que con sus dones de directora de una secundaria privada atrapó a seis de los siete secuestradores, ella misma localizando a cada uno y ella misma organizando a los policías para la captura material; camina la señora Wallace al frente de su propio contingente, uniformado con gabardinas blancas, sus familiares atrás para no aparecer en las fotos y el video que continuamente le toman y así protegerlos de la revancha del crimen organizado; camina sin dejar de hablar a los micrófonos que siempre le van poniendo al frente. "Yo soy una muestra de que se les puede capturar; si yo pude, la policía podría, si de veras quisiera; yo soy la vergüenza de la policía mexicana. ¿Qué espero de esta marcha? Esto servirá sólo si los de las organizaciones les ponemos metas precisas a las autoridades. Metas precisas cuyo cumplimiento debemos vigilar. Y si luego somos consecuentes; si nos atrevemos a exigir a los que no cumplen, que se vayan".
"Si no pueden, que renuncien. ¿Si no pueden?, ¡que renuncien! ¿Y si no pueden?, ¡que renuncien!"
"No que renuncien", dice el empresario Eduardo Gallo, cuya hija Paola fue plagiada en el año 2000 y luego asesinada, y que también capturó él mismo a seis de los secuestradores. "Si las autoridades no pueden, que sean investigadas y procesadas. Necesitamos tipificar el crimen del incumplimiento".
En el Zócalo se aprieta la gente. No hay discursos. No hay amenidades. No hay show, menos meseros con charolas de canapés. Tampoco pancartas que ponerse a leer para pasar el tiempo. Quedan nada más las porras, que además no prenden y no se generalizan. Pero algunos por acá o por allá lo siguen intentando. "¡Pena de muerte! ¡Pena de muerte!" Unas señoras mayores de edad en la esquina de Catedral intentan socializar su piadoso grito. Otro contingente de mujeres, profesionistas ellas, contesta: "¡La Ley del Talión! ¡La Ley del Talión!" Ni el primer estribillo ni su responso irónico se esparcen. "¡Aborto y secuestro, no!, ¡aborto y secuestro, no!" El estribillo que equipara los dos actos lo lanza un grupito de universitarios nice. Y tampoco prospera. Menos la propuesta de un joven de caireles negros de cantar Cielito lindo, es demasiada la fresez.
La inventora de jingles ofrece uno nuevo: "¡Queremos salir a las calles, sin temor! ¡Queremos salir a las calles, sin temor!" El estribillo agarra vuelo y luego de algunos momentos es retomado. Es de las cuatro porras que sí se socializa. Cuatro porras entre un mar de gente durante toda una tarde: de veras esta gente no es material de mítines.
Durante un minuto van sonando nombres de secuestrados en distintos grupitos. "¿Fernando? ¡Presente! ¿Fernando? ¡Presente!" "¡Queremos a Hugo! ¡Queremos a Hugo!" "¡Diego, de vuelta a casa! ¡Diego, de vuelta a casa!" "¡Silvia!, ¿dónde estás, Silvia?"
Luego silencio y charlas menudas, y un desencanto anticipado de los efectos de la marcha se va asentando. "¿Qué sigue?" "¿Podemos esperar algo de las autoridades?" "No va a pasar nada..."
A las 8:30 se apagan las luces del Zócalo, se prenden las veladoras, repican las campanas de la Catedral largamente. Y después, se canta el himno nacional. Qué belicosa suena la letra del himno entre esta gente comedida. Es decir: comedida por lo pronto. Esta gente que no sabe gritar porque sí tiene con qué imponer su voluntad: mañana podrían importar de Israel o Rusia un ejército blanco, de expertos del Mosad o la KGB, para hacerse justicia, expedita y eficaz, sin que ningún político estorbe. "Un Escuadrón de la Muerte", murmura un abogado a un empresario, "le escuché la idea a un cliente".
"Mexicanos al grito de guerra..." l

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