jueves, octubre 02, 2008

1968: lo que el viento nos dejó

Víctor M. Toledo

Cuatro décadas. Cuatro ráfagas que sin querer dejaron huellas indelebles y eternas. Y la memoria sigue viva. Y el recuerdo sigue latiendo como el corazón de un gigante. No obstante que fui actor, testigo y propulsor de ese movimiento civil y político, casi nada escribí sobre el 68, salvo un ensayo político literario publicado un año después en la Revista de la Universidad de México, y dos poemas que Marco Antonio Campos incluyó en una antología en 1980. Lo que sí dije siempre, con orgullo y pasión, es que formo parte de “la generación que levantó los adoquines del mundo”, no sólo para mirar al mar, sino para volverlo eterno. Tan estremecedores fueron esos días, que al igual que muchos otros quedé atado, y para siempre, a una generación, a un sueño, a un compromiso, a un nacimiento y a un comienzo de historia. Hoy, 40 años después, me siguen resonando las manifestaciones silenciosas, las huidas de la represión del ejército, la fuerza de nuestras voces jóvenes formando un entramado indestructible, las asambleas efervescentes, nuestro derecho a cuestionar.

Hoy, los vendavales y las ventiscas de estos 40 años se han llevado infinidad de detalles, vivencias, percepciones, asombros y muchos ecos. También el viento se llevó a dirigentes notables, quienes fueron rápidamente devorados por el “orden y el progreso”, y acabaron convertidos en funcionarios públicos, ministros, subsecretarios, expertos internacionales, locutores del régimen, jilgueros, intelectuales reaccionarios, cómodos adoradores de la normalidad. Mas es, sin embargo, lo que el viento nos dejó. Alcanzo a vislumbrar cuatro enormes y trascendentes legados, que llegan enteros e intocados: i) la democracia y los derechos humanos como eje y basamento de la protesta social, ii) el nacimiento de la sociedad civil de México, iii) la universalización de lo mexicano, y iv) una suerte de “seguridad histórica”.

Con una historia casi eterna de tlatoanis (déspotas), que se mide en miles de años porque hunde sus raíces en la antigua Mesoamérica, México no alcanza aún a romper esa tradición ominosa, no consigue convertirse en un país verdaderamente democrático. Los fraudes electorales de 1988 y de 2006 mantienen vigente lo vivido en 1968. A principios de los años 60, en la UNAM, el Politécnico y otras universidades, aquellos jóvenes, nosotros, vivimos y practicamos a pequeña escala el sueño de la democracia. Las “sociedades de alumnos” de cada escuela y facultad se regían por los comités ejecutivos con duración de un año, elegidos por voto directo y el libre juego de planillas. Supimos entonces lo que era la discusión pública de proyectos, las elecciones y la asamblea como medio supremo de todo plebiscito. Todo ello a pesar del régimen, autoritario y corporativo, del partido único, de la “democracia perfecta”. El Consejo General de Huelga fue entonces no una comuna estudiantil, sino una “asamblea de asambleas” de escala nacional.

La segunda aportación tiene que ver con el surgimiento de la sociedad civil. En una época donde toda actividad política estaba bajo el control corporativo del partido convertido en gobierno y viceversa, no existían más que excepcionalmente cuerpos organizados realmente independientes y soberanos. Sindicatos, uniones campesinas, agrupaciones sociales, núcleos de profesionistas, e incluso los otros “partidos políticos” (salvo el PAN y el Partido Comunista en la clandestinidad) se movían en función del aparato de poder. El movimiento estudiantil que paralizó al país en unas cuantas semanas, rompió décadas, si no es que siglos, de sujeción de la ciudadanía no partidaria o sindical, y se hizo la voz de un nuevo sector de la sociedad mexicana: la emergente clase media.

El 68 marca también el inicio de la integración de México al mundo de manera doble: por la insurgencia juvenil, que conecta a toda una generación con sus contrapartes de Francia, Checoeslovaquia, Alemania, Estados Unidos, Argentina... y por los Juegos Olímpicos que pusieron las miradas del mundo en la sociedad mexicana. Aún mantengo nítida una escena: Marcelino Perelló, dirigente, 21 años, ofreciendo una conferencia de prensa en la explanada de la Facultad de Ciencias de la UNAM ante decenas de cámaras y micrófonos de los periodistas venidos de todas partes del mundo. Como todo parto, la entrada de México al mundo fue un acto inmensamente doloroso (Tlaltelolco) que devino celebración (las Olimpiadas). En unos cuantos días, los mexicanos nos hicimos universales, es decir, parte del mundo.

El movimiento del 68 también dotó a mi generación de una cierta “seguridad histórica”, de una nueva capacidad para tomar distancia frente a la abrumadora inmediatez de la realidad. Esta habilidad para mirar a distancia, ha sido la fórmula secreta que promovió todo un alud de aportes. Las innumerables innovaciones mexicanas de las últimas décadas en ciencias, artes (incluido el cine), humanidades y tecnología, reconocidas mundialmente proceden, a mi juicio, de ese nuevo rasgo. El 68, fue nuestra prueba de fuego, pero también el blindaje que necesitábamos para desafiar. Nos volvimos irreverentes y atrevidos, y fue esa actitud ya atemperada la que nos dio una plataforma firme para la innovación.

Todo recuerdo se piensa y se siente. Para quienes en plena adolescencia vivimos el 68, su recuerdo es un nudo del que jamás nos libraremos. Un nudo en la garganta y en el vientre. Un trauma y una fiesta. Ahí nacimos como generación y esto es lo que nos mantiene vivos y vigentes. La resistencia ciudadana y las batallas por la democracia y los derechos esenciales de hoy se nutren, mediante vasos comunicantes profundos e invisibles, del 68. Lo que vendrá también. En el molino lento de la historia cuatro décadas no son más que un suspiro. Los seres humanos, hay que aceptarlo, vivimos atrapados por la cortedad de nuestra propia existencia. Y, sin embargo, acudir a la memoria siempre será un acto heroico, una tarea obligada y una acción trascendente.

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