lunes, octubre 13, 2008

¿A quién beneficia el terror?
(Primera de dos partes)

MÉXICO, D.F., 6 de octubre (apro-cimac).- Un ataque terrorista, como el de Morelia, o un golpe, un colapso de mercado, como el que nos llega del norte; la guerra (incluso la de Calderón) o desastres naturales como un tsunami o huracán, ya tan comunes en nuestro país, llevan a la población de un país a un estado de shock colectivo y preparan el terreno para quebrar la voluntad de las sociedades, que acepta, inerme, desde privatizaciones hasta estados de excepción.
Así explica Naomi Klein, socióloga canadiense (1970), autora del libro La doctrina del shock, editado en español por Paidós, lo que ella considera una estrategia del capitalismo que aprovecha las bombas, los estallidos de terror y los vientos ululantes para imponer sus condiciones. El miedo y el desorden como catalizadores de un nuevo salto hacia delante, dijo un seguidor de esa doctrina.
El libro, dice Naomi en la introducción, explica cómo puede llevarse a la población de un país a un estado de shock colectivo. Nada hay casual, opina Naomi, célebre ya en el mundo por sus publicaciones anteriores como No logo (2000), que cuestionan las brutales estrategias de acumulación de capital.
Las sociedades en estado de shock, dice, como el aterrorizado preso que confiesa los nombres de sus camaradas y reniega de su fe, a menudo renuncian a valores que de otro modo defenderían con entereza. Y presas del miedo, en busca de alguna certeza y cobijo, se tornan dispuestas a aceptar las soluciones cuidadosamente pensadas para controlarlas.
Crítica observadora de las sociedades modernas, Naomi señala que esta forma, este modus operandi, de aprovechar el terror y las catástrofes no es sino un capitalismo del desastre, que sabe aprovechar la tortura, el terrorismo de Estado, la rapiña neocolonial, los ataques a las organizaciones civiles y populares, los ataques a la democracia y aún la tragedia de la migración.
Inerme, la población acepta las imposiciones del capitalismo más salvaje: privatizaciones, estados de sitio, ahogo de la democracia, alzas de precios, ataques a los derechos humanos..., en bien de la ganancia privada.
¿DE QUIÉN FUE LA IDEA?
Aunque es común que los políticos aprovechen la debilidad del contrincante para avanzar, Naomi plantea que esta nueva versión del uso de la catástrofe y el terror fue ideada por el "santón" del neoliberalismo, Milton Friedman, quien en sus últimos días pudo ver concretada su idea en Nueva Orleans, durante la inundación provocada por el huracán Katrina, que destruyó la zona.
Ahí, donde todo acabó para miles de personas, para los inversionistas todo inició: la reconstrucción facilitó no sólo las ganancias millonarias de los empresarios del ramo, sino permitió al Estado sepultar la educación gratuita e implantar la educación privada, sin que nadie -por su estado de shock" pudiera impedirlo.
Friedman aprendió lo importante que era aprovechar una crisis o estado de shock a gran escala durante la década de los setenta, cuando fue asesor del dictador general Augusto Pinochet, recuerda la socióloga canadiense.
Conmocionada por el violento golpe de Estado contra Salvador Allende, la ciudadanía chilena padecía un agudo proceso de hiperinflación. Friedman aconsejó a Pinochet que impusiera un paquete de medidas rápidas para la transformación económica del país: reducciones de impuestos, libre mercado, privatización de los servicios, recortes en el gasto social, y una liberalización y desregulación generales.
Poco a poco, los chilenos vieron cómo sus escuelas públicas desaparecían para ser reemplazadas por escuelas financiadas mediante el sistema de cheques escolares. Se trataba de la transformación capitalista más extrema que jamás se había llevado a cabo en ningún lugar, y pronto fue conocida como la revolución de la Escuela de Chicago, pues diversos integrantes del equipo económico de Pinochet habían estudiado con Friedman en la Universidad de Chicago.
Friedman predijo que estos cambios provocarían reacciones psicológicas que "facilitarían el proceso de ajuste" y bautizó a la dolorosa táctica como "tratamiento de choque" o "terapia de shock".
Pinochet facilitó, por su parte, el proceso de ajuste con sus propios tratamientos de choque, llevados a cabo por las múltiples unidades de tortura del régimen y demás técnicas de control infligidas en los cuerpos estremecidos de los que se creía iban a obstaculizar el camino de la transformación capitalista, dice a autora de La doctrina del shock.
Muchos observadores en Latinoamérica, recuerda Naomi, como el uruguayo Eduardo Galeano, se dieron cuenta de que existía una conexión directa entre los shocks económicos que empobrecían a millones de personas y la epidemia de torturas que castigaban a cientos de miles que creían en una sociedad distinta.
Treinta años después, tocó el turno, con mayor violencia, a Irak. Primero la guerra, diseñada, según los autores del documento de doctrina militar Shock and Awe, para "controlar la voluntad del adversario, sus percepciones y su comprensión, y literalmente logra que quede impotente para cualquier acción o reacción".
Luego vino la terapia de shock económica, radical e impuesta por el delegado de la administración estadunidense, cuando el país aún se encontraba devorado por las llamas, escribe Naomi Klein.
Privatizaciones masivas, liberalización absoluta del mercado, un impuesto de tramo fijo de 15% y un Estado cuyo papel se vio brutalmente reducido; pero cuando los iraquíes se resistieron, los pusieron contra la pared: terminaron en cárceles, donde sus cuerpos y mentes se enfrentaron a más traumas y shocks, algunos mucho menos metafóricos.
Naomi describe también cómo se aplicó el shock en Sri Lanka, después del tsunami de 2004: inversionistas extranjeros y donantes internacionales se coordinaron para aprovechar la atmósfera de pánico y consiguieron que les entregaran toda la costa tropical. Construyeron grandes centros turísticos a toda velocidad, impidiendo a miles de pescadores autóctonos que reconstruyeran sus pueblos. De esta terrible tragedia nacerá un destino turístico de primera clase, anunció el gobierno.
Así sucedió también después del huracán Katrina que destruyó Nueva Orleans: la red de políticos republicanos, think tanks y constructores empezaron a hablar de "un nuevo principio" y atractivas oportunidades. Las multinacionales aprovecharon momentos de trauma colectivo para dar inicio a reformas económicas y sociales de corte radical.
Mike Battles, un exagente de la CIA, resume así la operación: "Para nosotros, el miedo y el desorden representaban una verdadera promesa", cita Naomi en su polémico e ilustrador libro. "El miedo y el desorden como catalizadores de un nuevo salto hacia delante", agrega.
A la luz de esta doctrina, los últimos 35 años adquieren un aspecto singular y muy distinto del que nos han contado, resume Naomi.
Algunas de las violaciones de derechos humanos más despreciables de este siglo (Argentina y su junta militar; China, con Tiananmen; Rusia, en 1993; las crisis asiáticas; las masacres étnicas y de género de Yugoslavia), que hasta ahora se consideraban actos de sadismo fruto de regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento deliberado de aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar el terreno e introducir "reformas" radicales que habrían de traer ese ansiado libre mercado.
En resumen, dice Naomi -y no puedo sino convencerme que algo así ocurre en nuestro país--, el modelo económico de Friedman puede imponerse parcialmente en democracia, pero para llevar a cabo su verdadera visión necesita condiciones políticas autoritarias.
La doctrina de shock económica necesita, para aplicarse sin ningún tipo de restricción -como en el Chile de los años setenta, China a finales de los ochenta, Rusia en los noventa y Estados Unidos tras el 11 de septiembre-, algún tipo de trauma colectivo adicional, que suspenda temporal o permanentemente las reglas del juego democrático.

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