viernes, noviembre 12, 2010

Migración infantil y catástrofe


De acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Migración (INM), alrededor de 40 mil niños y niñas mexicanos son deportados cada año de Estados Unidos, y casi la mitad viaja sin compañía. Si se toma en cuenta que otros 12 mil son interceptados anualmente antes de cruzar la frontera norte, el promedio diario resultante es de más de 142 menores que intentan, sin éxito, llegar a la nación vecina.

Son de sobra conocidas las condiciones de abuso y atropello que padecen millones de migrantes indocumentados –muchos de ellos connacionales– en Estados Unidos a consecuencia de la política de persecución y criminalización que aplica el gobierno de Washington. Por añadidura, en meses recientes han salido a la luz pública diversos datos y hechos que documentan la comisión, en México, de atropellos iguales, o peores, contra ciudadanos de otros países: ejemplos de ello son las innumerables denuncias de maltrato, extorsión y hasta asesinato de migrantes irregulares, cometidos tanto por autoridades migratorias como por grupos delictivos, y las elevadas cifras de extranjeros secuestrados por grupos dedicados al tráfico de personas, que ascienden a 20 mil por año, según diversas organizaciones sociales.

Ahora, con los datos proporcionados por el INM, queda de manifiesto que el panorama para la población nacional no es menos desolador, y que el país se ha vuelto un sitio inhóspito para su propia niñez. Ciertamente, la migración es un fenómeno connatural a las sociedades humanas y tan antiguo como la especie; pero en México del siglo XXI ese fenómeno se ve alimentado por la pobreza, la falta de empleo de los padres y la ausencia de horizontes de movilidad social en el país: tales elementos han orillado a un número creciente de niños y niñas a incorporarse al campo laboral –la cifra se estima en unos tres y medio millones de niños y niñas, 12.5 por ciento la población infantil– y a desempeñar actividades que suponen un riesgo para su integridad: 27 por ciento de los menores que trabajan lo hacen en lugares con ruido excesivo, humedad, herramientas peligrosas y entre productos químicos, es decir, en sitios de alto riesgo de accidentes y enfermedades.

A lo anterior debe añadirse la sostenida desintegración y la ruptura de los tejidos sociales; la inseguridad pública y la negación sistemática de garantías constitucionales básicas por las autoridades de todos los ámbitos y niveles. En conjunto, la desastrosa realidad económica y social del país configura un escenario propicio para éxodos humanos como los ocurridos en semanas recientes en las localidades tamaulipecas de Mier y Camargo –azotadas por la violencia asociada a la guerra contra el narcotráfico–, o como el que año con año emprenden decenas de miles de niños con la intención de llegar a territorio estadunidense.

En la desgarradora circunstancia nacional presente, no basta con condenar el maltrato, la crueldad y el racismo de Estados Unidos hacia los migrantes irregulares; antes bien, resulta obligado voltear los ojos a la realidad interna y reconocer que en el territorio nacional priva un escenario de catástrofe social y que los mexicanos que emigran a Estados Unidos –niños y adultos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos– bien pueden ser llamados los desplazados o los refugiados de esa circunstancia.

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