jueves, diciembre 30, 2010

Guardaespaldas de latón

Detrás de un guarura mexicano no se halla precisamente un hombre capacitado y con temple de acero; está un elemento improvisado, mal pagado y sin prestaciones, un escolta de latón tan frágil y vulnerable como las personas que “protege”. Las autoridades no saben con precisión cuántos de ellos hay en el país, pero lo cierto es que la inseguridad que campea en el país ha disparado el número. Cálculos extraoficiales indican que son 18 mil, la mayor parte de ellos expolicías y militares venidos a menos.

Son violentos por naturaleza. Su negocio es jugarse la vida por un extraño a cambio de un salario que no compensa los riesgos. Los más experimentados se saben vulnerables, y poco a poco se vuelven huraños, solitarios, duros, casi insensibles; su familia, abandonada. Trabajan sin prestaciones, enferman sin atención, se vuelven obsoletos muy rápido y envejecen en el olvido.

“No es una chamba cualquiera, hace falta vocación”, comenta un escolta retirado que prefiere el anonimato. “Puedes ser bueno para pelear, o un excelente tirador con pistola, o un gran conductor de autos, pero nada de eso te habilita para cuidar a una persona.”

Hace falta capacitación, pero en México no existe una “escuela de guardaespaldas”. Si bien la mayoría son policías y militares, pocos pertenecieron a cuerpos especializados en protección de personas. En la realidad, la mayor parte de los guaruras –como se les conoce peyorativamente– son empíricos; aprenden de los más viejos los trucos del oficio, desde protocolos de seguridad hasta cuestiones prácticas, como darse tiempo para comer y dormir, o qué ropa usar. En lo que aprenden, los errores y la inmadurez van dejando huella y al final pasan la factura al cuerpo: son comunes várices, gastritis y úlceras, riñones dañados, lesiones de columna y hasta trastornos sicológicos por estrés postraumático.

Nadie sabe cuántos son, ni siquiera las autoridades. No existe un padrón ni estadísticas confiables que los cuantifique. El 90% de los escoltas en el país son proporcionados por las policías auxiliares o bancarias, sin ningún tipo de control, coinciden el Consejo Nacional de Seguridad Privada (CNSP) y la Sociedad Mexicana de Guardaespaldas (SMG), y están bajo control directo de los gobernadores. Estos policías lo mismo son alquilados como guardias de seguridad para todo tipo de empresas que como escoltas particulares, sin mayores prestaciones ni la capacitación debida, asegura Ángel Desfassiaux, presidente del CNSP.

Julio César García Marín calcula en 18 mil el número de escoltas a escala nacional. Presidente de la SMG, sociedad civil que brinda servicios de consultoría en seguridad y trabaja en la profesionalización del sector, resalta que, si acaso, los elementos improvisados como escoltas reciben una capacitación de ocho horas para proteger personas. “Nosotros damos una formación de 768 horas, entre cursos y diplomados”, contrasta.

Considerado como una competencia desleal e ilegal por todo el sector, el tráfico de policías “se ha convertido en una caja chica de los gobernadores, sobre la que no rinden cuentas”, acusan David Chong, secretario general de la Corporación Euro Americana de Seguridad (CEAS México), y Arnulfo Garibo Ramírez, presidente de la Confederación Nacional de Empresarios de la Seguridad Privada y Similares del Ramo (Conesprysir).

Armados con una licencia colectiva que concede la Secretaría de la Defensa Nacional, es frecuente que estos escoltas den servicio fuera de su jurisdicción, lo que constituye otra ilegalidad, se queja Chong.

De hecho, cualquiera puede convertirse en guardaespaldas. Y lo más grave es que puede hacerlo de la noche a la mañana. “Yo soy empresario y mi cuñado tiene el forje y lo quiero de escolta. Yo lo mando a darse de alta a la policía auxiliar y me arreglo con la policía para que me lo regresen comisionado, con arma. Así de fácil”, describe Marco Antonio Gómez Patiño, gerente de Samahe, empresa consultora en seguridad privada.

“Es como el caso del JJ”, el hombre que casi mata al futbolista Salvador Cabañas. “Él traía 14 escoltas de la policía auxiliar del Estado de México, y ya sabemos a lo que se dedica”, apunta Desfassiaux.

Otra opción es contratar militares, y aprovechar que los oficiales retirados conservan el arma de cargo y pueden portarla, “sin importar que no sepan usarla porque fueron simples cocineros”, apunta Garibo Ramírez, él mismo exsargento del Estado Mayor Presidencial.

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Muchos guardaespaldas dejan todo en este trabajo. Salud, afectos, relaciones sociales quedan detrás del deber, particularmente la familia, que sufre de abandono; no son raros los divorcios y las infidelidades. Paradójicamente, los escoltas viven la vida de sus protegidos, pueden convertirse en sus confidentes, cuidan y crían a los hijos de otros.

Pero son pocos los que llegan a los 60 años todavía trabajando, más por su experiencia que por sus capacidades físicas. A los 45 ya son demasiado viejos para que alguien los contrate. La jubilación no existe para los que no tuvieron la precaución de ahorrar: terminan de cuidadores en una tienda o en un condominio.

Un guardaespaldas que fue jefe de escoltas en una trasnacional, con un salario de 60 mil pesos mensuales –estratosférico para el sector–, se quedó sin chamba ya siendo un hombre mayor y puso una fondita con su mujer; “a ver si se da”, se resigna.

Conforme la inseguridad copa al país, la demanda de guardaespaldas aumenta. Y con ella, la desconfianza en los escoltas mexicanos y el interés de ciertos sectores por contar con guardias personales extranjeros, una práctica fuera de la ley. En México, ningún ciudadano de otro país puede prestar servicios de seguridad, mucho menos portar armas.

Aunque todos los entrevistados coinciden en que los guardaespaldas extranjeros representan una ilegalidad más en el sector, ninguno parece alarmado. “Son la excepción de la regla”, dice Desfassiaux. “Rondan la leyenda urbana”, apunta Chong.

“Sabemos que hay extranjeros que tienen sus propias escoltas, solapados, tolerados o como los quieras llamar. Ahora la moda es traer israelíes”, comenta el secretario general de CEAS México.

Según David Chong, pocos pueden darse el lujo de tener guardaespaldas extranjeros. Los salarios de ellos rondan entre 5 mil y 7 mil dólares mensuales, más los gastos de estancia en el país. Una escolta profesional mínima es de seis elementos, y trabajan en dos turnos, es decir, al menos hacen falta 12 hombres. “¿Cuántos pueden pagarlo? Tal vez en las comunidades judía y árabe, o los estadunidenses”.

“Sé que hay en Nuevo León, en Tamaulipas y en Ciudad Juárez”, comenta el presidente de la Sociedad Mexicana de Guardaespaldas.

“Lo preocupante no es que estén aquí, sino que eso habla de que no confían en los escoltas mexicanos. Por eso debemos elevar su preparación y perfiles”, insiste García Marín.

Ya bastante problema es que el país esté plagado de “seudoentrenadores israelíes o estadunidenses que no tienen ningún tipo de valoración”, se queja Desfassiaux. Lo peor, dice, “es que están poniendo en peligro a la gente que requiere capacitación”.

Para Ricardo Frías, jefe de capacitación de personal de la empresa de seguridad Multisistemas de Seguridad Industrial, una de las más grandes del país, es un mito que los escoltas extranjeros estén mejor capacitados que los mexicanos.

“No es cierto, porque hay marcos legales diferentes, capacidades de uso de fuerza distintas en cada país, contextos que desconocen. El manejo de protección de un VIP es completamente diferente en México que en otro país. Entonces, lo que se cree que es una solución, al final se convierte en un problema. Hay documentados muchos casos de escoltas israelíes que han actuado con exceso de agresividad, por el tipo de entrenamiento que tienen. Si yo enseño estas tácticas en México, suelto en la calle a alguien muy violento.”

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El boom de los guardias personales y de escoltas extranjeros se nutre de la inseguridad en el país. “Oficialmente, cada año ocurren unos 600 secuestros. La realidad es que hay 100 veces más, y me quedo corto. La gente ya nada más está esperando a ver a qué hora le toca”, especula Chong.

Pese a ello –o quizá por ello–, los guardaespaldas no viven precisamente su mejor época profesional. “La gente que realmente tiene dinero no está trayendo extranjeros para que los cuide, se está yendo del país o ya se fue”, asegura Julio César García Marín, quien a principio de año registró a 350 de los 620 miembros de la Sociedad Mexicana de Guardaespaldas en el desempleo. “Yo mismo he perdido clientela a la que nosotros entrenamos a sus escoltas”.

El miedo creciente y la bolsa de trabajo de la SMG les ayudó a recuperarse: para mediados de octubre pasado sólo quedaban 14 escoltas desocupados.

La desconfianza en los guardaespaldas mexicanos no es gratuita. Como si no bastaran las historias negras sobre escoltas que “ponen” a sus protegidos para que sean secuestrados, la prepotencia es su marca.

“La culpa no es del escolta improvisado, sino de quien lo contrata. La gente con alguna posición de poder se jala al amigo, al compadre, al conocido, al recomendado, y lo que menos checan es el perfil. No entienden que así están exponiendo su propia vida”, lamenta García Marín, quien fue guardaespaldas durante 13 años, tanto de políticos y funcionarios como de empresarios y actores.

Los escoltas profesionales tampoco se dan en maceta. Por eso muchos guardaespaldas vienen de abajo. “El vinatero, el tlapalero con lana, ese no va a querer un escolta; él va a adquirir a dos güeyes del barrio y los va a transformar. Se va a preocupar por sacar una portación de arma, por enseñarlos a tirar. Ellos conocen el barrio, el lenguaje coloquial, a la banda. Yo a eso me dediqué un tiempo, en Tacubaya. Y así se va ascendiendo. ¿Eres bueno para los putazos?, pues ahora vas a aprender a usar arma. Muchos que hoy son guardias de familias acá, poderosas, o de políticos, son del barrio. ‘¿Fuiste policía o aspirante? Vente’. Por eso está lleno de guarros. Esa es la diferencia con los escoltas profesionales”, cuenta otro guardaespaldas con el que platicó Proceso.

“No hay una cultura de seguridad. La gente quiere barato, no está dispuesta a contratar a más de un guardaespaldas ni a pagarle más de 5 mil pesos mensuales, y no le importa si funciona o no, pero ya que estás trabajando te exigen como si sí les importara. Entonces, ¿quieren barato o bueno?”, cuestiona Santiago Aguilera Gómez, director de Samahe, quien junto con su socio Marco Antonio Gómez Patiño sabe lo que es estar en el terreno. Ahora ambos manejan una empresa de seguridad integral que incluye el servicio de guardaespaldas.

Hasta la típica prepotencia de los guaruras es otro síntoma de su improvisación. Como muchos trabajan solos, con jornadas de hasta 20 horas diarias, “terminan haciendo funciones de dama de compañía, poniendo la cara de más malo y haciendo movimientos rudos para que sirvan de disuasión”, reconoce un escolta consultado por el reportero, pero la verdad, dice, “es porque más bien tienen miedo, quieren aparentar que le puede dar en la torre a todo el mundo para no sufrir él un percance”.

Los escoltas improvisados venden sus servicios lo más barato. Ya preparados, se valoran a sí mismos, asegura Julio César García Marín, porque tienen que considerar incluso hasta los riesgos legales a los que están expuestos. “Puedes matar, o tu protegido puede morir o ser secuestrado. En cualquier caso quedas bajo investigación, y si no tienes un buen abogado y capital para pagar tu defensa, quiero ver si sales”.

La Sociedad Mexicana de Guardaespaldas les enseña a trabajar en tácticas de inteligencia y contrainteligencia. “No se trata de probar si eres un buen tirador; es mejor evitar que se dé un enfrentamiento. Un escolta no es un Rambo que va a repeler a un ejército él solo”: se tiene que convertir en un experto en gestión y evaluación de riesgos.

La capacitación les cambia hasta la apariencia. El que no sabe, anda pelón y ostenta el arma. Luego aprenden que la mejor protección es la que no se ve, que no pueden tener vicios, que deben ser personas centradas, con valores sólidamente definidos. “Aquí es muy fácil que alguien te pueda tentar”.

La falta de cultura de seguridad toca por igual a guardaespaldas, que deben cobrar conciencia de la necesidad de profesionalizarse, y al cliente, que debe entender que el escolta no es para bañar al perro ni para hacer mandados. “Si quieren un mozo, que contraten a uno, porque traer un mozo armado te sale muy caro”, ironiza García Marín. “Mucho menos para mentarle la madre a alguien o para madreárselo. El escolta debe ser honesto consigo mismo y debe ser capaz de decirle al cliente: ‘A mí me contratas para protegerte, no para ser tu perro de pelea’”.

Para ser guardaespaldas el físico no importa tanto, no es necesario parecer gorila, asegura. Pero debe ser una persona centrada, que controle sus emociones y sus reacciones, no ser explosivo; ser paciente, tener ética, ser honesto y leal. “Eso no se compra ni se enseña”.

Esto es particularmente importante en momentos de crisis. Un guardaespaldas tarde o temprano se verá inmerso en un enfrentamiento. Y va a disparar. Y puede llegar a matar. El estrés postraumático es inevitable, pero muy pocos reciben terapia.

Un escolta ya curtido cuenta:

“No hay terapias para escoltas que hayan disparado. Y si las hay, yo creo que nadie las usa. Debería haber. Pero tampoco hay forma de que uno se pase tres o cuatro años con el sicólogo. Aquí si no te repones en chinga te mueres de hambre. Aquí la necesidad es lo que hace que superes el trauma. Y a volver a la chamba, y el mismo trabajo es el que te va sacando adelante. A veces lo platicas con los compañeros y ellos te dan su punto de vista, y te sientes mejor cuando te convences de que hiciste lo que debías hacer. Esa es nuestra terapia para sacarnos la culpa.”

Y todo por un salario que, tasado en horas, no supera al de un albañil.

“Este trabajo te lo tienes que tomar muy a pecho, porque si no te cuesta la vida, o le cuesta la vida al que proteges.”

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